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Marcos 10:13-16
Mateo 18:1-5
Juan 3:3
La escena ha inspirado a multitud de artistas de todos los calibres, que la han
inmortalizado (es un decir) en miles de cuadros.
Pero el episodio se ha hecho inmortal, debido más que a los pintores, muchos de
ellos responsables de figuras acarameladas, a la pluma de Marcos, el único de
los sinópticos que ha conjugado la dureza de algunas frases con ese final lleno
de delicadeza y de ternura. Desde luego debió de ser una escena muy movida.
Marcos se la oiría contar muchas veces a Pedro, el
principal responsable seguramente de la indignación del maestro. Los discípulos,
con Pedro a la cabeza, se preocupan del orden en el auditorio. Pero aquella
invasión repentina de mocosuelos, acompañados sin duda de sus madres o de sus
abuelitas, produce un desbarajuste.
¿Qué quieren estos chiquillos? Ellos no entienden
ni pueden entender la predicación del evangelio. Y eso, al fin y al cabo, es lo
de menos. Lo peor es que con sus movimientos y gritos impiden oír a los demás.
Pues, ¡fuera con ellos! En este momento es cuando explota la indignación del
maestro. Jesús llega a enfadarse de verdad.
Querían alejar de allí a los clientes privilegiados de su reino; mejor dicho, a
los únicos que entrarán en él. Y naturalmente pone las cosas en su punto. Que
quede bien claro: el suyo es un pueblo de niños.
Jesús ama a los niños. Y tiene motivos para ello.
Amo a los niños pequeños, dice Dios, porque
mi imagen aún no se ha desfigurado en ellos.
No han deteriorado mi semejanza, son como nuevos, puros, Sin tachaduras, sin
borrones.
Por eso, cuando dulcemente me inclino sobre ellos, me encuentro a mí mismo.
(M. Quoist)
De vez en cuando llega a nosotros la noticia de que
un loco ha entrado en un museo y ha destrozado una obra de arte. Por pura manía
de estropear.
¡Cuántas veces nosotros repetimos el mismo gesto criminal! Nadie se da cuenta.
Ninguno nota las fatales consecuencias externamente. Pero, en la oscuridad, con
fría determinación, nos empeñamos en desfigurar la imagen de Dios, que llevamos
dentro.
Cada uno de nosotros va arrastrando por la vida una maravillosa obra de arte
...destrozada.
El hombre, ¡ese iconoclasta! No por fuera, pero sí en el secreto del corazón.
Que es mucho peor. La mirada de Cristo que penetra, que no se detiene en los
acicalamientos. Que no se deja engañar por el simple barniz externo. Que
profundiza dentro. Con ansia. Buscando su propia imagen.
Amarga sorpresa la suya cuando tropieza con un imbécil. Tremenda desilusión al
encontrar su propia imagen totalmente desfigurada.
¿Qué has hecho?
(Gén 4:10)
Pues él conocía lo que hay en el
hombre.
(Jn 2:25)
Sí, los hombres adultos son un verdadero desastre. No se puede esperar ya
nada de ellos. Se tienen por sabios. En realidad no han aprendido otra cosa más
que a estropearlo todo.
Por eso precisamente a Jesús le gusta verse rodeado de chiquillos. Sus ojos
están cansados de ver ruinas por todas partes, de toparse siempre con
inconscientes.
Los niños están siempre “nuevos”, limpios. No han aprendido a traicionar, a
desdibujar su semejanza. Cristo se puede mirar en ellos.
La infancia es el mayor grado de madurez
El reino de Dios pertenece a los
que son como ellos.
El que no recibe el reino de DIOS como un niño no entrará en él.
El pensamiento de Cristo oscila, con el ritmo de un péndulo, entre dos extremos.
En cada uno de los dos extremos la imagen del reino en una relación mutua. El
reino que llega a nosotros como una propuesta que podemos aceptar o podemos
rechazar.
El que un día podamos llegar al reino está condicionado a la acogida que
prestemos al reino que viene a nosotros. La única buena acogida consiste en
recibirlo como niños.
Pero ¿qué quiere decir como niños?
¿No hay, tal vez, oposición entre la exigencia de una fe adulta y la necesidad
de recibir el reino como niños?
Precisemos.
1. |
Jesús
dijo:
Si no cambiáis y os hacéis como los
niños, no entraréis en el reino de los cielos. |
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No se
trata de «permanecer” niños, sino de «hacernos» como niños. Lo cual
significa una conquista, un progreso; no un estancarse o volver hacia
atrás.
El mayor grado de madurez consiste precisamente en hacemos como niños.
Uno puede considerarse adulto de verdad cuando ha conquistado el
espíritu de la infancia. |
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2.
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Como
niños no es sinónimo de infantilismo. Ni autoriza la puerilidad. Una
falsa interpretación de la que ha sido el más espléndido y perfecto
ejemplo de lo que Cristo exige a este respecto, santa Teresa del niño
Jesús, ha puesto en circulación una doctrina sobre la infancia
espiritual, cuyas desenfocadas aplicaciones llevan a un peligroso
infantilismo dulzarrón, que se encuentra en la vertiente opuesta del
auténtico espíritu de infancia.
Cristianos que no saben dar un
paso por su cuenta, sin la ayuda de una excesiva dirección espiritual.
Que invocan la autoridad como una protección. Que consideran la
obediencia como una abdicación de su propia responsabilidad. Que se
consideran dispensados de las grandes resoluciones, o, peor aún, de las
consecuencias de tales resoluciones.
Cristianos amanerados, vacíos,
siempre irresolutos, que de todo se quejan.
El infantilismo es un ridículo
sustitutivo del espíritu de infancia espiritual. Y, como siempre ocurre,
el sustitutivo es el más terrible adversario del producto genuino.
Como niños quiere decir
precisamente acoger el reino con cándida sencillez, confianza sin
restricciones, abandono total, decisión generosa.
Los adultos, sin embargo, están llenos de complicaciones, de
pretensiones, de reservas mentales, de sospechosos compromisos.
El adulto, mejor que recibir el
reino, «se defiende» del reino.
Porque se considera ya «hecho». El niño «se deja hacer». |
La prudencia es el vicio de los viejos
Si uno no nace de nuevo ...
Nicodemo abriría seguramente los ojos con extrañeza al oír esta increíble
exigencia de Cristo. Nunca se le había ocurrido pensar, como tampoco a nosotros,
en la validez de ese lugar común según el cual «sólo se vive una vez».
Y, sin embargo, Cristo le asegura que se puede vivir dos veces.
Más aún, un cristiano tiene el deber ineludible de nacer una vez más. Tiene que
desembarazarse de los años que lleva a cuestas para dar media vuelta y empezar
'a recorrer el camino de la infancia. ¡Ay de los que siguen siendo adultos! ¡Ay
de los que se refugian en la seguridad de su prudencia de viejos!
Bernanos ha escrito a este respecto palabras muy duras:
No hay en el hombre nada tan odioso como su pretendida prudencia, ese germen que
permanece estéril, ese huevo de piedra que los viejos van guardando de
generación en generación, esforzándose por calentarlo de vez en cuando bajo sus
flancos helados. En vano intenta Dios convencerles y rogarles con dulzura que
abandonen ese ridículo objeto para buscar el oro vivo de las bienaventuranzas.
Ellos lo miran tiritando de miedo y con horribles suspiros. Si es verdad como
dice el evangelio, que la prudencia es locura, ¿por qué, entre tantas locuras
escoger precisamente esa antigualla? Pero «la prudencia es el vicio de los
viejos», y los viejos no sobreviven a sus vicios y se llevan consigo su secreto.
Los cristianos «viejos», incapaces de seguir el pequeño sendero de la infancia,
pretenden presentarle a Dios un programa bien trazado, con todos los detalles
bien precisados, y les gustaría que él estampase allí su firma. Dios se ve
incapaz de añadirle a ese programa tan bien definido la más mínima propuesta,
una propuesta que pudiera trastornar - como él sabe hacerlo - todos los
proyectos. Se han construido una coraza, donde no había ni el más mínimo agujero
a través del cual pudiera Dios hacer penetrar un germen de «novedad». Y esto es
lo que llaman experiencia.
Consideran a la religión como la suma de sus esfuerzos por llegar hasta Dios.
Sacrificios, buenas obras, son otros tantos escalones de su escalera. Y van
subiendo con fatiga, seguros de alcanzar alguna vez la meta.
No se dan cuenta de que, por el contrario, la religión consiste en esforzarse
para permitirle a él llegar hasta nosotros.
No se trata, evidentemente, de quietismo, sino de un trabajo arduo por quitar
todo lo que estorba. No somos nosotros los que hemos de llegar a Dios.
Es Dios el que quiere llegar a nosotros. Nuestra misión es no ponerle
obstáculos.
No somos nosotros los que construimos, con nuestras manos, la santidad.
Tenemos que «dejarle hacer».
Y para eso es urgente; indispensable, que volvamos a las fuentes, un
ressourcement. Esto es, a la infancia.
Solamente allí podremos encontrarnos con Dios. Porque solamente allí se reconoce
Dios en su propia imagen.
Vende lo que eres
Aquella advertencia de Cristo de que acojamos el reino «como niños», está
colocada después del consejo de la virginidad y antes del de la pobreza.
Pero si la virginidad y la pobreza representan unas condiciones privilegiadas
para ver a Dios, la de ser «como niños» constituye una «condición indispensable»
para entrar en el reino.
Ve y vende cuanto tienes, le dijo Jesús al joven rico. y ahora me parece que
dice - ¡Y esto es más difícil, ya que supone un desapego más doloroso!-:
«Ve y vende lo que eres».
Vende tus complicaciones intelectualísticas. Tus estructuras mentales. Tus
compromisos. Tu sentido común. Tu prudencia. Tus vacilaciones. Tu experiencia.
Vende tu cristianismo «prefabricado». Vende lo que eres.
Y volverás a encontrarte con tu infancia.
Solamente cuando te hagas como un niño, podrás hacerte perdonar tus cabellos
grises.
Los apóstoles discutían de protocolos. Se preocupaban de los primeros puestos.
Cristo, colocando a un niño en medio de la escena, declara que el más grande es
él.
El único primer puesto que importa a los ojos de Cristo es el de la infancia.
Y abrazaba a los niños y los bendecía imponiendo las manos sobre ellos.
Es una escena que más vale no estropear con nuestros comentarios.
* * *
Bernanos repite con frecuencia: «... aquel niño que yo fui».
También podemos decir: «aquel niño que seré». Para que se alegre nuestro Padre.
1. Tomado de "Evangelios molestos" de Alessandro
Pronzato
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