¿Somos capaces de comprender la estrategia de la misericordia? 1

 

por Alessandro Pronzato

Pasaje: Lucas 15: 11-32

Este es uno de los tests más inquietantes, quizás el fundamental, de nuestro “ser cristianos”.
La prueba decisiva de nuestra fe es precisamente ésta. No se trata de un artículo un poco difícil del credo del que tenga que plegarse la inteligencia. Ni tampoco de un precepto arduo al que tenga que acomodarse nuestra conducta moral. Estamos frente aun comportamiento especial, el padre ante el hijo que vuelve de haber devorado la hacienda con prostitutas. Un comportamiento que exige nuestro juicio, nuestra aprobación o nuestra disensión.

Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente.

¿Qué pensamos de todo esto? ¿Estamos dispuestos a aceptar los gestos del padre, su ternura, su corre al encuentro de aquel cabeza rota, su echarle los brazos al cuello y besarle efusivamente? ¿O nos parece que todo esto es un poco exagerado o, peor aún, debilidad de un anciano? ¿Aceptamos los festejos? ¿No a regañadientes, sino con la certeza de que la fiesta por su vuelta es obligada?

Nuestro cristianismo se mide por los brazos abiertos. Una prueba sobre todo para el corazón. ¿Es capaz de soportar ese gesto inmenso y loco?
El examen más comprometido de la fe cristiana consiste en medir la anchura del corazón. En ponernos en contacto con el amor de Dios a ver si no nos escandalizamos.
San Ambrosio tiene una expresión que no deja de asustarme. Ante el problema, cur huomo?, ¿por qué la creación del hombre?, da esta solución:

Damos gracias a Dios por haber realizado una obra tras la cual pudiera descansar. Hizo los cielos, y no leo que haya descansado. Hizo el sol, la luna y las estrellas, y no leo que haya descansado. Pero leo que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo finalmente a alguien a quien poder perdonar sus pecados.

Éste puede ser el guión más apropiado para la interpretación de la parábola. El esquema más idóneo para el examen de que hablábamos al principio.
El que se considera justo, el que pertenece al club de las personas decentes, no tiene dificultad en aceptar a un Dios justo. Pero la fe del cristiano consiste en aceptar a un Dios que es amor. Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios tiene.

¿Somos capaces de “perdonar” a Dios su amor? ¿De no escandalizarnos de sus locuras, de sus exageraciones, de sus debilidades?
En una palabra: ¿Estamos dispuestos a comprender, a aceptar, a entrar en la “estrategia de la misericordia”?
Quede bien claro que se trata de una estrategia que no respeta las reglas tradicionales, que se anticua en maniobras insospechadas, en gestos locos, en “hacer el juego al enemigo”, en vencer con la debilidad.

Un tema para el primero de la clase…

Tema: cuenta la parábola del hijo pródigo.
Muchas veces me sorprendo pensando en cómo habríamos desarrollado un tema de este estilo si no existiera el relato de San Lucas.
Sería imperdonable presunción, por mi parte, querer “anticipar” el desarrollo de los demás. El tuyo, por ejemplo. Por eso me voy a limitar a confesar cuál habría sido mi desarrollo.

Habría descrito la aventura del hermano menor de una manera semejante a la parábola evangélica. Seguramente, sin embargo, en relación con la “vida disoluta”, habría cargado la mano sin limitarme a la única línea del evangelista: …Malgastó su hacienda viviendo como un libertino.

Al hermano mayor lo habría presentado de una manera más favorable. ¡Caramba! La fidelidad con que se quedó él solo para la casa y el trabajo me habría servido para subrayar más aún la enormidad de la culpa de aquel calavera que saltó la pared de su casa paterna y se marchó a dilapidar sus bienes con prostitutas.
Y sobre todo, mi narración se habría apartado bastante de la que salió de los labios de Cristo al describir la actitud del padre. Le habría puesto en la boca un rapapolvos de miedo, una reprimenda capaz de levantar la piel:

“¡Eres la vergüenza de nuestra familia! ¡Qué deshonra para nuestra casa! Has querido envenenar los años de mi vejez…Piensa en lo que dirá ahora la gente. Mira a tu hermano, tan trabajador, tan fiel y tan obediente; mal imitas su ejemplo. Y ahora te vuelves con los bolsillos vacíos, ahora que tus amigos te han echado a puntapiés, no se te ocurre otra cosa que volver al plato sobre el que acababas de escupir… De todos modos, tienes que demostrar que mereces un puesto en esta casa; tendrás que ganarte de nuevo a pulso mi confianza. Te pondré a prueba. Me fijaré bien en ti, no se a que la manzana podrida eche a perder a las sanas”.

Y para concluir, una lección saludable, un castigo merecido.

En resumen: una redacción aceptable, muy digna del primero de la clase. Una narración muy ajustada a lo razonable. Ninguna actitud demasiado atrevida. Dios es bueno, pero es justo. Además hay que evitar las soluciones que podrían interpretarse como alicientes para el vicio.
Este sería mi tema. Mi redacción “razonable”. Mi parábola “tan saludable y deificante”.

…que merece un suspenso

Y el Señor se pone a leer mis folias tan arregladas y prudentes. Toma un lápiz rojo y traza encima dos tachaduras,
Y corrige por debajo:

Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente…Y dijo a sus siervos: “Traed a prisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies. Traed el novillo cebado, matadlo y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”.

Y comenzaron la fiesta.

¡Qué verdad es que una redacción propia del primero de la clase no merece más que un suspenso en la escuela de Cristo! Todo está mal. La solución exacta es completamente distinta. No ha entendido nada.
Mi corazón no late al compás del corazón del Padre.
No logro imaginarme aquellos brazos abiertos en un gesto inmenso de misericordia.
Y procuro restringir ese gesto, reducirlo a dimensiones menos “escandalosas”, más aceptables.
Y me suspenden en el examen de cristianismo.
No creo en el amor,
No sé aceptar un corazón cuya medida consiste en ser sin medida. Cuya razón consiste es ser sin razón.
Soy incapaz de “perdonarle” al padre su corazón.
He hecho una redacción muy bonita.
Pero no he sabido comprender al personaje principal.
Y me he equivocado en el final.
He fracasado. Porque lo he apoyado todo en el hermano mayor. Mientras que todo tiene que girar en la locura del padre.

Mi fotografía

Hay un cuadro de Rembrandt que penetra profundamente en el espíritu de esta parábola.
El padre, un anciano venerable, con la mano abierta en toda su amplitud, un rostro que irradia felicidad, a pesar de sus ojos casi apagados por el llanto. Las manos están firmemente apoyadas en los hombros del hijo para impedirle que se marche de nuevo.
El hijo menor está en la sombra, de rodillas: lo vemos de espaldas. Tiene la cabeza sepultada en el seno del padre.
De perfil, el mayor: en pie, con las cejas fruncidas, un gesto de disgusto en la boca, las manos contraídas en un gesto de rabia, toda su actitud expresa la desaprobación y el escándalo por la debilidad y la decadencia de su padre.
Frente al cuadro se me presenta una sospecha atroz: ¿Será ésta mi fotografía? Me refiero a la figura del hijo mayor…

De la pintura a la literatura. Anouilh, en uno de sus escritos, expone la idea que tiene del juicio universal: los justos están a las puertas del paraíso, una masa compacta de gente que tiene prisas por entrar, convencida de que tiene un puesto reservado, ansiosa, respirando impaciencia. Y de pronto se difunde entre ellos un murmullo: “¡Parece que va a perdonar a los otros!”
Por un momento, la admiración les obliga a enmudecer y los inmoviliza. Luego, miradas irritadas, suspiros, gritos, protestas. Están indignados. “No valía la pena…”, “si hubiese sabido…” La bilis se recalienta. Explotan en imprecaciones contra Dios… Y son condenados inmediatamente.
El juicio se ha llevado a cabo: han sido juzgados, han sido excomulgados. El amor se ha manifestado y se han negado a reconocerlo.
.

Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: -Es duro este lenguaje; ¿quién puede escucharlo?
Podemos añadir: esta conducta del padre es dura. Este amor suyo desborda demasiado de los límites de lo razonable.

Pero, sabiendo Jesús en su interior que los discípulos murmuraban por esto, les dijo: -¿Esto os escandaliza?...desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él Jesús les dijo entonces a los doce:- ¿también vosotros queréis marcharos?
Está dispuesto a dejarnos ir si no queremos aceptar su estrategia de misericordia, si no queremos perdonarle su amor.
Decíamos que la parábola del hijo pródigo constituye la prueba decisiva de nuestro “ser cristianos”.
Un examen sumamente sencillo y sumamente arduo: ¿somos capaces de aceptar aquellos brazos abiertos en un gesto inmenso de perdón, resistiendo a la tentación de reducir su anchura?
En la casa de mi Padre hay sitio para todos.
Hay un puesto privilegiado incluso para el hijo que vuelve derrotado.
Para el único que no hay sitio es para el que no soporta el corazón del padre.

Si queremos completar la prueba, podemos añadir la parábola de los obreros de la hora undécima. Pero la pregunta decisiva sigue siendo la misma: ¿reconocemos a ese Dios que ama tan locamente?, ¿aprobamos, sobre todo, el modo con que el amor ama?

La fe se mide por la anchura de nuestro corazón.


1. Tomado de "Evangelios molestos" de Alessandro Pronzato


 
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