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Postrado en tierra (1) |
Por Chris Shaw |
Nada revela tan auténticamente
la espiritualidad de una persona como su comportamiento en medio de una
penosa crisis
Ante la catástrofe
Una de las imágenes más estremecedoras que nos ofrecen las Escrituras es la
de Job, postrado en tierra, exclamando «bendito sea el nombre del Señor»
(Job 1.21). La figura postrada nos recuerda otras escenas similares en los
relatos bíblicos, la de Isaías ante el trono de Dios, la de los magos ante
el pequeño Jesús, la del siervo injusto ante el Rey, la del ciego ante el
Hijo del Hombre o la de Juan ante Aquel que vive por los siglos de los
siglos. Podría también referirse a un momento en la vida de cualquiera de
los miles de héroes de la fe que han adornado, con su santidad, la historia
del pueblo de Dios.
Lo que le añade un dramatismo sin igual a esta escena no es el acto en sí,
sino el contexto que rodea esta expresión de adoración. En el lapso de un
solo día una violenta confabulación de eventos arrasó con todo lo que Job
conocía —riquezas, comodidades, familia y prestigio— y convirtió su mundo en
una soledad amarga, vacía y desolada. Los sabeos arrasaron con su bueyes y
mataron, a filo de espada, a sus criados. Cayó fuego del cielo y consumió
sus ovejas, junto a los pastores que las cuidaban. Los caldeos atacaron y se
llevaron sus camellos, y asesinaron también a los criados. Un viento
huracanado volteó la casa en que estaban sus hijos e hijas y, cayendo sobre
ellos, les quitó la vida.
¿Cómo puede un hombre soportar semejante devastación
sin caer en la demencia absoluta? Imaginamos que la agonía y el
desconsuelo lo hundieron en un tormento que lo dejaron desorientado,
incapacitado aun para las tareas más sencillas de la vida cotidiana.
¡Qué es esto?
La relato del historiador, sin embargo, toma un giro inesperado: «Entonces
Job se levantó, rasgó su manto, se rasuró la cabeza, y postrándose en
tierra, adoró, y dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre Y desnudo
volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR quitó; Bendito sea el nombre del
SEÑOR.” En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios». (1.20–22).
La respuesta de Job nos deja atónitos. El hombre
«postrado en tierra» nos produce incomodidad. Nuestra espiritualidad,
restringida a horarios específicamente apartados para esta actividad, no nos
ha preparado para esta escena. ¿Acaso no son necesarios los músicos y una
persona que dirija para que podamos «adorar»? Aun cuando nuestras
experiencias de adoración nos conmuevan, la experiencia no nos despega de
nuestros asientos. Algunos osados se ponen en pie, pero nadie se postra en
tierra. Nuestro desconcierto con Job crece cuando recordamos cuán a menudo
nos quejamos por las injusticias de la vida (siempre que se refieran a
nuestra vida, claro está), con cuanta facilidad convertimos cada
contratiempo y dificultad en una oportunidad para reclamarle a Dios una
existencia más benigna.
Hacer silencio
Elifaz temanita, Bildad suhita y Zofar naamatita llegan a tiempo para
rescatarnos de nuestra desorientación. Ellos, «cuando alzaron los ojos desde
lejos y no lo reconocieron, levantaron sus voces y lloraron. Cada uno de
ellos rasgó su manto y esparcieron polvo hacia el cielo sobre sus cabezas.
Entonces se sentaron en el suelo con él por siete días y siete noches sin
que nadie le dijera una palabra, porque veían que su dolor era muy grande»
(2.12–13).
Imitemos a estos tres y acerquémonos al patriarca, postrado en el piso, con
reverencia. Estamos en presencia de un santo. Si guardamos silencio es
posible que el Espíritu descubra, ante nuestros ojos, el secreto de la
devoción de Job.
¿Qué nos enseña el hombre que adora a Dios en medio de
la calamidad? ¿Qué podemos aprender de su postura de entrega
absoluta?
Rendirse
¿Por qué está postrado en tierra Job? Es un gesto que no pertenece a nuestro
mundo. Las reverencias, las cortesías, inclinar la cabeza o levantar el
sombrero pertenecen a un mundo anticuado, pasado de moda. La nueva cultura
exige que trabajemos más en imponer que se nos respete que en tratar con
respeto a los que comparten con nosotros la vida. En los tiempos de Job, sin
embargo, el postrarse era una señal fácilmente reconocible como una acto de
reverencia. Quienes lo observaban no guardaban dudas acerca de quién era el
que recibía el honor y quiénes eran los que lo ofrecían.
Job, postrado en tierra, no deja duda alguna acerca de quién es Dios y quién
es el creado. Echado en el piso proclama, para todos los que lo observan,
que se encuentra en una posición de absoluta vulnerabilidad, de extrema
fragilidad. Solamente la buena voluntad del Soberano podrá salvarlo de una
muerte segura. No patalea, ni reclama. No demanda, ni exige. Entiende que no
posee derechos, y por eso está rendido ante otro que es infinitamente mayor
a él.
Volver a rendirse
Job no se postra solo. Trae consigo la multitud de preguntas que azotan su
mente, que lo acosan con una furia inusitada «¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Qué
he hecho para merecer semejante injusticia? ¿Por qué Dios ha permitido que
sucediera esto? ¿Por qué no me quitó también a mí la vida?» Estas
interpelaciones atormentan porque el desconcierto, en
un mundo que creíamos entender, es aún más doloroso que la crisis que
vivimos.
Job rinde ante el Soberano el más profundo anhelo del ser humano, la
necesidad de obtener una respuesta ante el atroz sufrimiento que nos trae
vivir en un mundo caído. Entiende que entre su humanidad y el Alto existe un
profundo misterio que ningún hombre puede penetrar. Los caminos del Soberano
no son sus caminos, ni tampoco Sus pensamientos los pensamientos del
postrado patriarca. Percibe que las respuestas no servirán para calmar su
dolor; más bien darán lugar a nuevas y más insondables interrogantes.
Prefiere no transitar por este camino, porque el
consuelo que busca no es racional, sino espiritual.
Echar mano de la vida
¿Qué es lo que cree este varón, postrado en tierra? «Desnudo
salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El SEÑOR dio y el SEÑOR
quitó». No contabiliza la
catástrofe como pérdida porque nada de lo que poseía era suyo. Reconoce su
verdadera condición en la tierra, la de un peregrino que vive de prestado.
Sus bueyes, sus ovejas y sus camellos eran prestados. Sus criados eran
fiados. Aun sus hijos e hijas eran prestados. Llegó al mundo sin nada y así
saldrá de él. Todo lo que logre disfrutar, en ese espacio intermedio entra
la vida y la muerte, es pura dádiva del cielo.
Mas Job percibe algo más profundo. La figura más triste en este mundo es la
persona que «gasta dinero en lo que
no es pan, su salario en lo que no sacia»
(Isaías 55.2). Él no perdió nada porque lo único que alguna vez había
poseído es aquello con lo que llegó al mundo: la vida misma. Esta
existencia, en su expresión más pura y absoluta, es lo que resulta cuando
vivimos en presencia del Eterno. Lo podemos perder
todo y aún conservar la vida. Ni siquiera pasar de este mundo al
venidero puede quitarnos esta riqueza. Job sabe que todo lo demás
—patrimonios, comodidades, familia y prestigio— pasarán, mas lo eterno
perdura para siempre.
Volver a inclinarse
Postrado en tierra, Job exclama: «bendito
sea el nombre del Señor». En
una cultura obsesionada con la búsqueda del placer y la realización personal
las palabras de Job suenan a blasfemia. Nos preocupa su autoestima, la
negación en la que quizá se haya sumergido, las secuelas emocionales y
psicológicas que puedan resultar de semejante catástrofe. Job, sin embargo,
exclama: «bendito sea el nombre del
Señor».
La raíz de la palabra bendecir es arrodillarse. Es decir, Job no solamente
se postra de cuerpo, sino que su espíritu también se inclina ante el Señor.
Desconoce nuestro hábito de mostrar una cara a los demás mientras, en lo
secreto de nuestro interior, nos aferramos a una postura contraria. Bendecir
es hablar bien del Señor, enumerar sus bondades, testificar de su
misericordia. Es acomodar el corazón para que acompañe plenamente las
acciones del cuerpo postrado.
Nos desconcierta la respuesta de Job porque generalmente bendecimos el
nombre de Dios cuando todo marcha bien, cuando la vida nos sonríe, cuando
abundan los buenos momentos, los amigos y los medios para vivir como nos
gusta. En medio de las calamidades, sin embargo, la historia es otra. Nos
sentimos tentados a decirle a nuestro espíritu, lo mismo que la esposa de
Job le dijo al patriarca postrado: «¿Aún
conservas tu integridad? Maldice a Dios y muérete»
(2.9). No obstante, con una obstinación enervante Job insiste en señalar:
«¿Aceptaremos el bien de Dios y no aceptaremos el mal?» (2.10). La más pura
expresión de sus convicciones sigue siendo exclamar: «bendito sea el nombre
del Señor»..
Dejarse abrazar
¿Qué es lo que sostiene la fe de Job? Una convicción inamovible de que Dios
es bueno. Se resiste a creer la mentira del diablo, instalada en el corazón
del hombre desde del mismo momento de la caída, de que el Creador está
actuando para perjudicarnos, que busca hacernos mal. Su testaruda
declaración, «bendito sea el nombre del Señor», no tiene que ver con el
horror de los hechos que se han producido en su vida. Mantiene su mirada
fija en el corazón del Padre, un corazón que se derrama en amor por sus
hijos. Job sabe que no puede haber contradicción entre los hechos y las
intenciones de Dios, y por eso desconfía de sus propias interpretaciones al
respecto. Al declarar que Dios es bueno está afirmando que Aquel que cuida
de su vida sabe lo que está haciendo, aun cuando sus acciones sean
incomprensibles a nuestros ojos. En esa convicción encuentra el descanso que
tanto necesita. ¡Jehová verdaderamente es su pastor!
¿Podremos nosotros?
Aunque Job postrado en tierra nos desconcierta, reconocemos en su postura
una profundidad y una entrega que resulta fascinante por lo inusual que es
en nuestras propias expresiones de devoción. Percibimos una intensidad de
vida con Dios que despierta en nosotros un deseo por algo distinto en la
manera en que vivimos al Señor. ¿Será que nos atreveremos a explorar este
camino?
El Dios que acompañó a Job en el momento más negro de su vida es el mismo
que, hoy, extiende sus manos hacia nosotros. Con infinita ternura nos
exhorta: «No temas. No te haré mal. Confía en mí, y yo te daré la vida en
toda su plenitud». Quizás, en un futuro no muy lejano, el postrarnos en
tierra y declarar «bendito sea el nombre del Señor» ya no nos resulte tan
extraño.