Reduccionismo
Por  Philip Yancey
  • Fragmento del libro "Rumores de otro mundo"

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    “Toda hormiga sabe cómo actuar en su hormiguero,
    toda abeja sabe cómo actuar en su colmena.
    Lo saben a su manera, no a la nuestra.
    Solamente la humanidad no sabe cómo actuar.”

    Fiódor Dostoievski


    Vida en parte

    “Lo más hermoso que podemos experimentar es lo misterioso. Es la fuente de toda ciencia y todo arte verdaderos. Aquel para quien es extraña esta emoción, quien ya no puede extasiarse ni embelezarse, está como muerto: sus ojos están cerrados.”
    Albert Einstein


    Más de diez millones de personas en Europa y Asia han visto una sorprendente exhibición conocida como "Mundos Corporales". Un profesor alemán inventó un procedimiento de vacío llamado plastinación, que reemplaza células individuales del cuerpo humano con resinas epóxicas vivamente coloreadas, en gran parte como los minerales que reemplazan las células de árboles en una bosque petrificado. Como resultado, él puede conservar un cuerpo humano, completo o desmembrado para exhibir sus partes internas, y mostrar el cadáver en una postura escalofriantemente real.
    Visité Mundos Corporales en una exhibición de una galería de arte en Londres después de volar toda la noche desde mi hogar en Colorado. Estuve sintiendo los efectos del cambio de horas hasta que, al entrar en el local, me encontré de frente a la rúbrica de la exhibición: un hombre todo músculos, tendones y ligamentos, el rostro pelado como una uva, con toda la gomosa piel del cuerpo –desollada e intacta- colgando del brazo como un impermeable. La somnolencia dio inmediatamente paso a una morbosa fascinación.

    Durante las dos horas siguientes, prácticamente arrastrando los pies, pasé los sesenta cadáveres preservados ingeniosamente colocados entre palmeras e instructivas exhibiciones. Vi a una mujer de ocho meses de embarazo, como si estuviera recostada en un sofá, con las tripas descubiertas para mostrar dentro el feto que yacía boca abajo. Atletas desollados –un corredor, un espadachín, un nadador y un basquetbolista- adoptaban sus posturas normales para demostrar las maravillas de los sistemas esquelético y muscular. Sentado atentamente ante un tablero de ajedrez había un ajedrecista con la espalda abierta hasta los nervios de la columna vertebral, y con el cráneo extraído para dejar ver el cerebro.

    Colgada de un marco de alambre descendía una exhibición de los rosados órganos del sistema digestivo, desde la lengua hasta el estómago, el hígado, el páncreas, los intestinos y el colon. Un letrero mencionaba cinco millones de glándulas que actúan en la digestión, y no pude dejar de imaginarme la combinación de salmón ahumado, panes de canela, yogurt, pescado y papas fritas –chapoteando en al menos un litro de café en el avión- que en ese momento desafiaban a esas glándulas en mi interior. Mas adelante me enteré de que los bebés no tienen rótulas cuando nacen, de que cada cuatro minutos se filtra toda la sangre del cuerpo a través de los riñones, de que las células del cerebro mueren si no les llega oxígeno aunque sea por diez segundos. Vi un hígado achicado por abuso de alcohol, una diminuta mancha de cáncer en un seno, bultitos de placas que colgaban de paredes de arterias, pulmones ennegrecidos por humo de cigarrillos, una uretra oprimida por una próstata inflamada.

    Cuando yo no observaba los cadáveres plastinados, veía a las personas que los observaban. Una jovencita vestida totalmente de negro, con el vientre desnudo, cabello anaranjado, una argolla en el labio y rosas tatuadas en el brazo, estaba atenta a todos los cuerpos vivos, y apenas veía los preservados. Una mujer japonesa vestida de seda floreada y sombrero de paja con sus correspondientes zapatos de plataforma también de paja, muy recatada, miraba sin inmutarse cada exhibición. Un médico mostraba ostentosamente sus conocimientos a una hermosa joven acompañante veinte años menor que él. Un estudiante universitario sabelotodo en ropa deportiva explicaba erróneamente a su novia que «por supuesto, el cerebro derecho controla el habla». Algunas personas en silencio presionaban a sus oídos plásticas varillas de audio al marchar como zombis de una exhibición a la siguiente.

    El viento empujaba del exterior un fuerte aroma a curry, así como vibraciones de música hip-hop. Algunos comerciantes locales que patrocinaban un festival del curry habían obstruido varias calles para las bandas y el baile. Fui hacia una ventana y observé la improvisada fiesta en la calle. Afuera de la galería: vida; adentro: el residuo plastinado de la vida.

    En cualquier parte que se había abierto Mundos Corporales, como en Suiza y Corea, había provocado protestas organizadas, y la exhibición había empapelado una pared con nuevas explicaciones de las muestras. Los manifestantes creían que afrentaba a la dignidad humana tomar a alguien como una abuela –con una familia, un hogar, un nombre, y quizá incluso un destino eterno- para diseccionarla, plastinarla y ponerla en exhibición ante turistas boquiabiertos.

    En respuesta, el profesor Gunther von Hagens había hecho una enérgica declaración en defensa de su exhibición. Explicó que antes de morir las personas/cadáveres habían firmado expresando su voluntad de ceder sus cuerpos precisamente para este propósito. Es más, aseguró que tenía en espera un lista de miles de posibles donantes. Dio crédito al cristianismo como la religión más tolerante de esta línea de investigación científica, e incluyó una breve historia de la iglesia y la medicina. Estrambóticamente, la exhibición terminaba con dos cadáveres abiertos, con músculos, huesos y ojos sobresalidos, arrodillados ante una cruz.

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    Esa impresionante tarde en Mundos Corporales me acentuó dos maneras distintas de ver la creación. Una separa mientras la otra intenta conectar y unir. Vivimos en una época que destaca a la primera y desprecia a la segunda. Los cadáveres, diseccionados para poner al descubierto los huesos, nervios, músculos, tendones, ligamentos, vasos sanguíneos y órganos internos, demuestran nuestra capacidad de descomponer algo –en este caso el ser humano- en sus elementos constitutivos. Somos reduccionistas*, dicen los científicos, y allí yace el secreto de los adelantos en el aprendizaje. Podemos reducir sistemas complejos como el solar, las bases globales del clima y el cuerpo humano en partículas más simples para entender cómo funcionan las cosas.

    La reciente revolución digital es un triunfo de los reducidores, porque las computadoras funcionan reduciendo información hasta uno o cero. Casi todos los días un amigo me envía chistes por correo electrónico. Hoy recibí una lista de preguntas para reflexionar, como éstas: ¿Por qué “abreviado” es una palabra tan larga? ¿Por qué al momento del día en que el tráfico es más lento [en inglés] se le llama hora de la prisa? ¿Por qué no hay comida para gatos con sabor a ratón? Algunas personas que disponen de mucho tiempo se inventan esos chistes, los escriben en computadora, y los envían electrónicamente para diversión de todo el mundo.

    Pienso en todos los pasos que se dan. La computadora del bromista detecta una serie de teclas, las traduce en bits binarios de información, y las registra magnéticamente como un archivo en un disco duro. Más tarde, unos programas computarizados de comunicación recuperan ese archivo y lo llevan a un código secuencial, el cual se envía por un módem o línea de banda ancha a un servidor de computación sentado en un salón aislado. Algún usuario saca del servidor el chiste del día, lo importa a una computadora de hogar y lo envía a una lista de contactos de correo electrónico. El ciclo continúa de manera interminable, con bits de información de chistes que entran por líneas telefónicas y señales de radio, incluso rebotando en satélites, hasta que al fin entro a la Internet y bajo la intención de mi amigo de hacer que me brote una sonrisa en el rostro.
    Maestros de arte, no sólo podemos reducir chistes sino literatura, música, fotografías y películas a bits digitales y transmitirlos en segundos a todo el mundo. En las pistas de ski de Colorado conocí australianos que enviaban cada noche fotos de sus vacaciones a sus amigos y familiares. Unos cuantos minutos en un sitio de Internet me permitirá buscar y encontrar cualquier palabra de Shakespeare o ver obras de arte que cuelgan en el museo del Louvre.

    ¿Hemos, sin embargo, progresado en la creación de elementos que algún día otros querrán guardar y recuperar? ¿Corresponde nuestro arte al de impresionistas? ¿Se compara nuestra literatura a la de los elizabetianos, o ha superado nuestra música a la de Bach o Beethoven? En la mayoría de los casos está probado que es más fácil desbaratar lo que existe que crear lo que aún no existe. Piense en las mejores manos artificiales: construidas con tecnología de vanguardia, pero torpes y mecánicas en sus movimientos al compararlas con las del cuerpo humano.

    Por ochenta y nueve centavos se pueden comprar por catálogo textos escolares usados para dar a conocer los químicos que constituyen el cuerpo humano, lo cual por supuesto no explica en absoluto la magnificencia de un atleta como Michael Jordan o Serena Williams. Un estudio de educación sexual en los colegios acerca de las trompas de falopio y los conductos de semen difícilmente capta la maravilla, el misterio y las ansias de sexo matrimonial. Además, las excelentes exhibiciones de Mundos Corporales en Londres palidecen en comparación con las personas comunes que mastican chicle, toman café a sorbos y charlan por teléfonos celulares mientras archivan el pasado.

    Reducimos a partículas; sin embargo, ¿podemos armar el todo? Podemos reemplazar con plástico de colores a las células de un cuerpo humano, o rebanar ese cuerpo en miles de partes. Tenemos muchas más dificultades sin embargo en ponernos de acuerdo en qué es una persona. ¿De dónde vinimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Sobrevivirá a la muerte alguna parte de nosotros? ¿Perdurarán las personas que se exhiben en Mundos Corporales como almas inmortales en otra dimensión, quizá mirando enigmáticamente la fila de turistas que pasan ante sus cuerpos plastinados? ¿Y qué de un mundo invisible rumoreado por los místicos, un mundo que no se puede diseccionar para exhibirlo en una galería? Conocer las partes no necesariamente nos ayuda a entender el todo.

    Una vez oí hablar a la misionera escritora Elizabeth Elliot de cuando acompañó a la mujer auca Dayuma desde su natal Ecuador hasta la ciudad de Nueva York. Mientras caminaban por las calles, Elliot le explicaba los autos, los hidrantes o tomas de agua para apagar fuego, las aceras y los semáforos. Aunque los ojos de Dayuma asimilaban la escena, no decía nada. A continuación Elliot la llevó a la plataforma de observación en lo alto del edificio Empire State, donde le señaló abajo los diminutos taxis y las personas en las calles. De nuevo Dayuma permaneció en silencio. Elliot no podía dejar de preguntarse qué clase de impresión estaría haciendo la civilización moderna. Finalmente, Dayuma señaló una enorme mancha blanca en el muro de concreto, y preguntó: «¿Qué ave hizo eso? ». al fin había encontrado algo con lo que se podía relacionar.

    He visitado el extremo sur de Argentina, la región que los exploradores de Magallanes llamaron Tierra del Fuego al observar fogatas en la orilla. Sin embargo, los nativos que cuidaban el fuego no ponían atención a los enormes barcos que navegaban por los estrechos. Más tarde, los nativos explicaron que habían considerado a los barcos como una aparición, muy diferentes de todo lo que habían visto antes. Les faltó la experiencia, incluso la imaginación, para descifrar la evidencia que pasaba exactamente ante sus ojos.
    ¿Qué pasa con nosotros, que edificamos rascacielos en Nueva York, que hoy no sólo construimos galeones sino estaciones espaciales y telescopios Hubble que atisban hasta el mismo borde del universo? ¿Qué nos estamos perdiendo? ¿Qué dejamos de ver, por falta de imaginación o de fe?

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    Sören Kierkegaard narró una parábola acerca de un hombre rico trepado en un carruaje iluminado conducido por un campesino que se sentaba detrás del caballo en el frío y oscuro exterior. Precisamente por estar sentado cerca de la luz artificial interior, el rico se perdía el panorama exterior de las estrellas, una vista gloriosamente manifiesta para el campesino. En tiempos modernos parece que a medida que la ciencia arroja más luz sobre el mundo creado, sus sombras oscurecen más el mundo invisible que se encuentra más allá.

    No soy Luddite, quien se opone al cambio tecnológico. Mi computadora portátil me permite acceder al texto de todo libro que he escrito en los veinte años pasados, así como a miles de notas que he hecho durante ese tiempo. Aunque me oculto en un refugio montañoso, con esta misma computadora he enviado mensajes a amigos en Europa y Asia. Pago electrónicamente mis cuentas mensuales. En estas y otras maneras disfruto agradecido los beneficios del enfoque tecnológico y científico de los reducidores.

    No obstante, también veo peligros en nuestro punto de vista moderno. Para empezar, el reduccionismo, el espíritu de nuestra época, tiene el efecto desafortunado de, bueno, reducir las cosas. La ciencia brinda un mapa del mundo, algo así como una carta topográfica, con colores que marcan zonas de vegetación, y serpenteantes líneas que trazan los contornos de acantilados y colinas. Cuando voy de excursión a las montañas de Colorado, confío en esos mapas topográficos. Sin embargo, ningún plano de dos dimensiones, ni hasta de tres, puede darme el panorama total. Además, posiblemente ninguno de ellos puede captar la experiencia de la excursión: escaso aire montañoso, una alfombra de flores silvestres, el nido de una blanca perdiz, riachuelos de agua espumosa, un triunfal almuerzo en la cumbre. Las experiencias vencen a la reducción.

    Más importante aun es que el enfoque de los reducidores no da lugar a un mundo invisible, sino que da por sentado que el mundo material es la suma total de la existencia. Logramos medir, fotografiar y catalogar ese mundo; podemos usar aceleradores nucleares para descomponerlo en sus más ínfimas partículas. Al mirar las partes las tomamos como el todo de la realidad.

    Por supuesto, un Dios invisible no se puede examinar ni probar. Más categóricamente, al Señor no se le puede cuantificar ni reducir. En consecuencia, muchas personas en sociedades tecnológicamente avanzadas emprenden su vida cotidiana suponiendo que Dios no existe. Se limitan al mundo que pueden reducir y analizar, y sellan sus oídos a rumores de otros mundos. Como dijo Tolstoi, los materialistas confunden lo que limita la vida con la vida misma.

    Tengo un vecino que es obsesivamente ordenado. Vive en cuatro hectáreas forestales, y cada vez que llega a su larga y serpenteante entrada le molestan las desordenadas ramas secas de los pinos ponderosa. Un día llamó a una empresa de corte de árboles, y le dijeron que le costaría cinco mil dólares recortar todos esos árboles. Consternado ante el precio alquiló una sierra eléctrica y pasó varios fines de semana sentado peligrosamente sobre una escalera cortando todas las ramas que podía alcanzar. Llamó a la empresa para pedir un nuevo presupuesto, y obtuvo una desagradable sorpresa. «Señor Rodríguez, probablemente le costará el doble. Vea usted, planeábamos usar esas ramas más bajas para llegar a las más altas. Ahora tenemos que traer a un costoso camión, y trabajar desde una cesta».

    La sociedad moderna me recuerda de algún modo esa historia. Hemos cortado las ramas más bajas sobre las cuales se levantó la civilización occidental, y ahora las ramas altas parecen peligrosamente fuera de nuestro alcance. Annie Dillard escribe: «Hemos agotado la luz de las ramas en el bosquecillo sagrado, y la hemos apagado en los lugares elevados y a lo largo de las riberas de los riachuelos sagrados».

    Ninguna sociedad en la historia ha intentado vivir sin una fe en lo sagrado, excepto la occidental moderna. Tal salto tiene consecuencias que solo estamos comenzando a reconocer. Ahora vivimos en un estado de confusión acerca de las grandes inquietudes que siempre han preocupado a la humanidad, preguntas de significado, propósito y moral. Un escéptico amigo mío solía preguntarse: «¿Qué haría un ateo?», en intencional burla del eslogan «Qué haría Jesús». Finalmente dejó de preguntárselo porque no obtuvo respuestas confiables.


    *René Descartes expresó el lema del reduccionismo: «Si alguien pudiera saber a ciencia cierta cuáles son los componentes minúsculos de todos los cuerpos, conocería perfectamente la totalidad de la naturaleza». Francis Crick, codescubridor de la estructura del ADN, aplica la fórmula a los seres humanos: «Usted no es más que un paquete de neuronas. …Usted no es… más que el comportamiento de un inmenso ensamblaje reunión de células nerviosas y sus correspondientes moléculas».


    Continúa en  Reduccionismo (II)

     
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