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EL LLAMADO MISIONERO:
¿Qué es?
¿Cómo
viene?
¿Qué hacer?
¿Quién no ha escuchado afirmaciones tales como
"Dios me ha llamado a la obra misionera"; o, "El verano pasado el
joven Fulano, estando en un retiro espiritual, recibió un llamado
misionero"? Algunos, con menos luz sobre el tema, al oír semejantes
expresiones, simplemente levantan las cejas y no dicen nada, pero les queda el
interrogante: "¿Qué es esto de un ‘llamado misionero’?"
Es una buena pregunta, y la respuesta sirve no solo para los que poseen
escasa noción acerca de la obra misionera, sino para todo el pueblo del Señor
a quien Dios espera un vivo interés en toda la amplitud de su obra. Pero antes
de entrar en el tema sobre qué es un "llamado", sería conveniente
hacer unos comentarios preliminares acerca del mismo uso general que las
Escrituras dan al vocablo "llamar" o "llamado".
Recordaremos
que en los primeros versículos del Génesis se repite la fórmula "Y dijo
Dios..." dando por entendido que justamente Dios creaba todas las cosas por
medio de su palabra hablada: "Sea la luz, y fue la luz". Y si seguimos
leyendo las Escrituras
descubriremos que en todas las actividades que realiza Dios, tanto en las
grandes como en las pequeñas, él obra hablando.
Viene
al caso recordar el episodio entre el profeta Elías y la viuda de Sarepta. Elías,
habiéndose escondido de los desmanes del rey Acab y su mala mujer Jezabel, y
siendo alimentado por los cuervos que le traían pan y
carne dos veces al día, recibe mensaje de Dios que camine lejos hacia el
norte de Palestina, a una ciudad de los paganos, donde, dice Dios: "Yo he
dado orden allí a una mujer viuda que te sustente" (I Reyes 17.8,9). En
verdad, la viuda no sabía nada de ninguna orden de parte de Dios. Pero Dios en
el cielo había pronunciado el decreto de que ella proveería alimentos para
este siervo suyo.
El
profeta, al ver a la viuda a la entrada de la ciudad, la llamó ordenándole que le trajera un poco de pan y agua. Ahí
mismo, se efectuó extrañamente la obra que
Dios había decretado anteriormente: ella se sentía urgida a entrar en
su casa para acatar la orden; y la harina de la tinaja nunca escaseó y el
aceite de la vasija nunca disminuyó. Desde el principio al fin Dios realizó su
obra por su palabra.
En
otro contexto encontramos a Pablo con su equipo apostólico todos perplejos
porque el Espíritu no les daba paz para avanzar hacia el norte donde querían
predicar el evangelio (Hechos 16.6-10). Pero oportunamente recibieron una visión
al efecto de que pasasen a Europa (Macedonia) para predicar. Felizmente
orientados, Lucas, el redactor, registró: "...enseguida procuramos partir
para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba
para que les anunciásemos el evangelio". Es decir, les llegaron en forma
de un llamado las instrucciones sobre
lo que debían hacer. La figura obedece a la de un pastor que llama a sus ovejas
que lo sigan.
También
podemos notar en el Nuevo Testamento que la misma conversión de las personas es
consecuencia de que Cristo les hubiera llamado.
Por ejemplo, a los gálatas Pablo les recuerda que Dios los "llamó
por la gracia de Cristo" (1.6). El apóstol dirige su epístola a los
corintios como los que habían sido "llamados
a ser santos"; luego, los diferencia de los inconversos denominándolos
"los llamados" (I Corintios
1.2, 23-24). Sin duda este concepto de ser llamado a la salvación tuvo su
origen en el ministerio terrenal de Jesús quien llamaba,
diciendo: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados..."
No
solamente Dios llama a la existencia
aquello que no existía, y llama a los
hombres a la salvación, y nos indica los pasos a tomar llamándonos, sino también en lo que se refiere a nuestra vocación
en Cristo -y ahora entramos en nuestro tema- somos llamados a ocuparnos de ciertos oficios y ministerios espirituales.
El gran apóstol a los gentiles dirige su epístola a los romanos diciendo:
"Pablo, siervo de Jesucristo, llamado
a ser apóstol...". Los Doce habían sido llamados a ser apóstoles. Moisés,
Jeremías, Isaías, Ezequiel y todos los demás siervos y profetas también habían
sido llamados a su respectivo ministerio. El ejército de Dios no se compone de
voluntarios, sino de hombres y mujeres conscriptos, llamados a cumplir cierta misión bajo las órdenes del Gran Capitán.
Pues
bien, escuetamente hemos señalado cómo se emplea el término llamado
en los relatos bíblicos con el fin de asentar bien en nuestra mente que Dios
hace todas sus obras hablando y llamando. Así que con confianza afirmamos que
hasta el día de hoy Dios asigna una vocación ministerial y nos conduce hacia
la realización de la misma mediante un llamado.
Si es así, es legítimo hablar de un llamado
misionero.
Si
preguntásemos al apóstol Pablo cómo es la forma en que uno es llamado por
Dios, su respuesta, si fuera basada en su propia experiencia personal, nos dejaría
fuera de combate.
En
su caso él vio una luz más resplandeciente que la del sol, cayó al suelo,
quedó ciego y oyó la voz audible del Señor. Fue necesaria la visita del discípulo
Ananías para explicarle cuál era el motivo de semejante encuentro (Hechos
9.1-19).
Pero,
no nos empequeñezcamos frente al llamado tan espectacular que experimentó
Saulo de Tarso, aunque ciertamente ha habido y hay
testimonios de otras formas no usuales que Dios
ha empleado en unos y otros casos para revelar su voluntad, como ser:
visitaciones angelicales, sueños excepcionales, señales extraordinarias. Pero
el llamado de Dios hoy a un hombre o a una mujer puede ser tan auténtico como
fue el de Pablo, aunque no tenga ribetes extraordinarios.
¡Cuántos
miles de siervos de Dios, misioneros y misioneras, dan testimonio de que Dios
les habló por su Espíritu a través de algún simple texto bíblico, llamándolos
así a la obra misionera. Pero no fue por una "mera" escritura, sino
fue el Espíritu mismo el que usó el texto bíblico para dirigirles una palabra
personal. En cambio, otros millones pueden leer la misma escritura, digamos como
la que Jesús dirigió a los Once: "... id, y haced discípulos a todas las
naciones...", pero no sienten que personal y físicamente han de partir de
su ciudad y cruzar el océano para servir al Señor. El Espíritu no les aplicó
ese texto de esa manera a ellos. ¡Pero qué emoción, qué satisfacción y qué
seguridad invaden el alma del hombre y la mujer que reciben su llamado
mediante una palabra proveniente de las Sagradas Escrituras! Durante años,
viviendo momentos difíciles en la obra, podrán
encontrar consolación y fuerza al traer a su memoria el texto clave que Dios
empleó para llamarlos a los campos lejanos. Anotémoslo bien: Dios emplea las
inspiradas palabras de las Escrituras para vivificar nuestra conciencia, afinar
nuestro oído y llamarnos a la obra misionera. ¡Bendita palabra!
En
otros casos, al escuchar un sermón sobre las misiones, o un simple pero
encendido testimonio de parte de un misionero de vuelta y de visita a su propio
país, ello sirve para que el Espíritu Santo hable e indique a un joven cuál
es el propósito de Dios para su vida. Otra
vez, no es el mero testimonio o sermón, sino el testimonio del Espíritu de
Cristo a su espíritu de que Dios lo está llamando por medio de ese testimonio.
¡Sagrado momento! ¡Dios está
presente! Mi propia esposa, Virginia, siendo joven y soltera, escuchó el
testimonio de un misionero de la India, Donaldo Hillis, y ya sabía que su
futuro sería vivido fuera de su propio país.
Después
de la Segunda Guerra Mundial (1945), muchos, aun centenares de ex soldados
estadounidenses (entre otros países), tanto los que habían sido desplazados en
Europa como en el Oriente, habiendo visto con sus propios ojos las necesidades
espirituales y las desolaciones en que vivían millares incontables de personas,
fueron movidos a volver a ministrar la palabra de Dios, armados ahora con la
espada del Espíritu. También, hay otros casos de cristianos que, habiendo
viajado al exterior, o por placer o por negocios, al ver las gentes sumidas en
su ignorancia, supersticiones e idolatría, abandonaron sus profesiones y
negocios y se enrolaron en los negocios eternos del Rey. Dios se vale de lo que
ven nuestros ojos para llamarnos a la obra. Precisamente, fue Jesús el que
dijo: "He aquí os digo: Alzad los
ojos y mirad los campos...".
Cuántos
experimentados misioneros dan testimonio del impacto recibido en su vida joven
cuando leyeron un libro sobre Mary Slesser, una jovencita que se internó en las
zonas más oscuras de África donde pudo salvar vidas y rescatar mujeres de
sufrir atrocidades tribales ya tradicionales. Conmueve
leer relatos de poderosísimas operaciones del Espíritu entre las niñas
rescatadas de una vida de ‘sagrada prostitución’ en los templos paganos en
la India. Otra vez, leer de la pasión
y abnegación de los cinco jóvenes que en el año 1954 dieron sus vidas por
llegar con el evangelio a los aborígenes aucas en la selva del Ecuador.
Cualquier cristiano se vuelve sobrio y pensativo al darse a la lectura de estos
heroicos relatos. (No pierdas el libro Portales de esplendor, escrito por Elizabeth Elliot, una de las
viudas de los cinco mártires.) Dios se vale de estas sagradas historias para
conmover nuestro corazón, hacer trizas nuestras cómodas estructuras mentales y
encaminar nuestros pies hacia aquellos que viven sin luz ni esperanza.
Pero, además de estas formas más bien personales y directas por las que Dios llama a hombres y mujeres a los campos misioneros, hay otras maneras más indirectas, más "naturales", y que igual son tan auténticamente de Dios como cualquier llamado más íntimo y místico. Nos referimos a casos como el del joven Timoteo. No sabemos cómo Dios se hubiera venido preparando a Timoteo para un ministerio misionero, pero de hecho, de pronto salió del espíritu y mente del apóstol Pablo incluirlo en su equipo: "Quiso Pablo que éste fuera con él" (Hechos 16.3); así de sencillo. ¡Qué bello! ¡Escogido por Dios y escogido por nadie menos que el apóstol Pablo! ¿Qué significado tiene esto para nosotros? Ciertamente, encerrada en este relato hay una lección importante.
Es
que los que llevan adelante un ministerio apostólico tienen la obligación de
mantener los ojos abiertos por ver a quiénes está llamando Dios para
enrolarlos en las filas misioneras. Cada ministerio apostólico tiene su región,
su territorio, donde le corresponde velar por la extensión del evangelio y la
edificación de los nuevos discípulos (II Corintios 10.13-16 VP). Así que hay
casos en que uno recibe su sentido de dirección -su llamado- mediante la
indicación de otro maduro siervo del Señor. (El que tiene oídos, oiga.)
En otro orden, tampoco les corresponde a los que aisladamente y por su propia cuenta han "sentido" un llamado, lanzarse solos a la obra, pues la empresa misionera no es de incumbencia individualista (aunque puede haber casos excepcionales).
Hay
circunstancias que sorprenden y asombran. Por ejemplo, digamos que hay un
hermano fiel, consecuente en su
vida cristiana que goza de buen testimonio, pero no necesariamente demuestra una
gracia para asumir más responsabilidad o ministerio en la obra. Pero un buen día
se traslada a otra provincia o país por motivo de trabajo. Después de
asentarse en su nuevo hábitat, el Espíritu del Señor va despertando en él
una viva conciencia de las necesidades espirituales o físicas del lugar. Le
viene una carga, acompañada de amor y fe, y dentro de un año, sin haber
planificado semejante desarrollo, ¡se encuentra al frente de un nuevo grupo de
discípulos! Se conecta y se relaciona (si es posible) con un reconocido siervo
de Dios en esa región y ¡queda comprometido en la obra!
Se
pregunta: ¿De veras, Dios le habrá "llamado" a la obra, a la obra
misionera? ¡Ciertamente! Él está
tan en la mira de Dios como aquel que tuvo una visión o que recibió
una palabra específica de parte del Espíritu Santo. Dios le ha
sorprendido como a la viuda de Sarepta, llamándole a un servicio (ministerio)
estándose él en el lugar.
No
podemos pasar por alto la relación que existe entre el llamado de Dios y el don
espiritual que uno esté llamado a ejercer. Lo explicaremos de la siguiente
manera:
Uno
entiende que Dios lo ha llamado a servir a Cristo fuera de su área geográfica
normal; es decir, cree haber recibido un llamado misionero. Pues muy bien. Pero
es saludable recordar que lo más básico, lo más fundamental, es que Dios nos
ha llamado a servirle según el don espiritual con que nos haya dotado, estemos
dónde estuviéremos. Si nuestro don, gracia, nuestra capacidad de servir -según
queramos llamarlo- es el de la enseñanza, o el de la predicación pública del
evangelio, o si es de orden profético o aun diaconal (ocupándonos de una obra
de misericordia con enfermos, o chicos de la calle, drogadictos, etc.), entonces
nuestra mayor carga debe ser ocuparnos precisamente según ese nuestro
llamamiento. Razonando así, la geografía ocupa un segundo plano. Primero,
servimos al Señor donde estamos y según la medida de gracia que nos ha dado.
En segundo lugar, él nos dirigirá al lugar que tiene preparado para nosotros
donde seguiremos sirviendo y desarrollando más nuestro don y habilidades.
Destacamos
este sabio principio para advertir en contra de un concepto fijo y absolutista
-e inmaduro- que diría: "Dios me ha llamado al Japón y es solo allí
donde voy a servir al Señor". Más bien, nos conviene decir: "Si Dios
permite, le serviré en el Japón." Entre tanto, nadie se desaliente o
pierda su celo de servir al Señor si no se materializa su visión de llegar a
un determinado "campo misionero". El mundo entero, y donde quiera que
nos encontremos en él, sigue siendo nuestro campo de trabajo.
Cuando
se promociona la obra misionera es común que se apele especialmente a los jóvenes
y matrimonios jóvenes. (Aunque hay ciertas situaciones donde personas mayores
encontrarán espacio.) Este hecho se confirma al escuchar testimonios personales
de parte de misioneros que Dios les había hablado acerca de su vocación
misionera en sus años juveniles o aun en su niñez. ¿Qué debemos pensar de
esto?
Un
llamado misionero no es más ni menos que una comunicación de parte de Dios
sobre cuál es su plan para esa vida. Que Dios revele su intención misionera a
un joven o a un niño sirve para que éste se consagre y se disponga a buscar
una adecuada preparación y formación, cosa que él descubrirá llevará años
en adquirirse.
Entre
tanto, debemos tener cuidado en no "fomentar" popularmente dichos
llamados en los niños y jóvenes, pero tampoco minimizarlos si estos dan
testimonio al efecto. Merecen nuestro sincero y mesurado respeto y apoyo,
primero de parte de los padres, luego de los dirigentes de la comunidad, como
también de parte de toda la hermandad. ¡Puede haber en nuestro medio otro Andrés,
Pedro o Bernabé!
Dios
llamó a Jeremías cuando él se resistía por su poca edad: "¡Ay, Señor!
¡Yo soy muy joven
y no sé hablar!" A Samuel, que había de ser profeta, sacerdote y juez en
Israel, Dios lo llamó y le dio su primera revelación profética cuando era aún
muy jovencito. En verdad, hasta el día de hoy Dios llama a la obra misionera a
niños y a jóvenes.
Sea cual fuere, la postura y oración de la hermandad cristiana siempre es: "Dios y Señor de la mies, ¡envía obreros a la mies!"