¿Proselitismo o conversión?


por Keith Bentson



Popularmente, se piensa en el proselitismo como una actividad en la que se busca hacer cambiar la mente de otra persona para que piense como uno; cambiar su forma de ver las cosas para que piense como “yo”. No es un término muy feliz, y estimo que ningún cristiano quisiera ser identificado como uno que hace proselitismo.

“Convertir” una persona suena más aceptable, pues se insinúa que la misma, que se ha convertido, ha usado su mente y tomado su decisión personal sin haber estado sujeta a una presión egoísta de parte de otro; no ha habido coacción.

No podemos negar que hay algo en común entre el hacer proselitismo y el procurar convertir a una persona. Ambos términos apuntan hacia un fin concreto: cambiar la mente del otro y traerlo –digamos- a mi partido.

(Aclaramos: hay también un proselitismo legítimo y aceptable en la sociedad, pero aquí lo usamos en su connotación negativa.)

Cuando nosotros como ministros del evangelio buscamos persuadir a otros a seguir a Cristo (y queremos persuadirlos), lo que importa es la medida de luz espiritual que reciban, la sinceridad de su propio deseo y el ejercicio de su propia voluntad, sin cargar otros efectos psicológicos ilegítimos.

Pero igual, nuestra persona, nuestra manera de dirigirnos a otros, la habilidad con que explicamos nuestro mensaje entra también en juego y ejerce una influencia no pequeña sobre los que nos escuchan. También, el ámbito social y moral que representamos –sin que lo señalemos verbalmente- forma parte de nuestro mensaje. Esto abre la posibilidad de ejercer un poder de índole proselitista, sin que necesariamente se efectúe una auténtica conversión de la persona.

La conversión
Viene al caso preguntarnos, ¿qué es la conversión?, ¿cómo se logra?, y ¿cómo se puede saber si se ha efectuado? Estas son preguntas que las iglesias tienen que volverse a analizar de cuando en cuando. Y en el mundo de las misiones, evangelizando entre gente de otra cultura, es un tema aun más candente y un tanto más complicado.

Bíblica y básicamente, conversión significa un retorno, una vuelta, un cambio. En la esfera religiosa representa para nosotros un nuevo comienzo, fruto de una experiencia interna y subjetiva.

Dentro del cristianismo mundial ha habido y hay diferentes contextos y formas en que se concibe la conversión. En diferentes culturas y con énfasis particulares en la predicación del evangelio, han surgido a través de los siglos varios y diferentes paradigmas que representan la conversión. Protestantes, protestantes radicales, católicos, puritanos, pietistas, metodistas, calvinistas y arminianos, evangélicos, neo evangélicos, pentecostales y neo pentecostales, más católicos carismáticos, todos han desarrollado su concepto y paradigma sobre cuál es la señal de una verdadera conversión.

Acompañan también una gama de expresiones en el vocabulario sobre la conversión: ¿Es usted salvo? ¿Ha recibido a Jesús en su corazón? ¿Es Jesús su Salvador personal? ¿Es Cristo el Señor de su vida?, son expresiones de nuestra generación. En los días del movimiento wesleyano, se podría oír palabras como, ¿Tiene usted una forma de piedad, pero desea el poder de la piedad? O, entre los antiguos escoceses presbiterianos: ¿Hace cuánto está en el Sinaí y cuál obra de la ley busca obedecer?, para de ahí llevar la persona a Cristo.

Si echamos una vista al libro de los Hechos, vemos que entre gente judía se apelaba a reconocer a Jesús como el esperado Mesías, con todo lo que eso implicaba para un judío que ansiaba alcanzar el shalom de Dios; la conversión incluía un retorno dramático a la vida comunal, a compartir bienes y los alimentos, más una asidua asistencia al Templo y fidelidad a los preceptos de la Ley.

Cuando el evangelio irrumpe entre los gentiles (Hechos 11.19-21) –no por los apóstoles, sino por laicos desconocidos-, entre ellos se proclamaba a Cristo como el Kyrios Iesous, título que aseguraba autoridad sobre las fuerzas malignas (término aplicado también a los dioses paganos, como a Kyrios Sarapis). El evangelio entre los paganos produjo expresiones de vida bien diferentes en algunos puntos, a la practicada entre los discípulos judíos. Por ejemplo, en vez de prohibir el entrar a comer con un gentil inconverso, ahora se permite no solo entrar sino hasta ¡comer carne ofrecida a los ídolos! (I Cor. 8, usando de un criterio adecuado).

Lo que deseamos destacar es que en toda expresión de la fe cristiana, siempre existe el concepto básico de la conversión, más algunos aditivos culturales. Los ingredientes universales que en buena parte demuestran una conversión son el rechazo de la idolatría y de la impureza sexual. Pero, además, siempre se asocian con lo estrictamente moral otras prácticas sociales que son consideradas impropias en su correspondiente ambiente social: sea el uso o abuso del alcohol, del tabaco, modas de vestimenta, más otros rubros como la bigamia, la poligamia, el narcotráfico, la esclavitud, etc. (No minimizamos lo légitimo o lo urgente que puede ser denunciar estos comportamientos sociales y locales en la predicación; solo debemos saber distinguir entre lo universalmente ilícito y una práctica local y relativa que también el evangelio debería limpiar o depurar.)

Proselitismo y el Concilio de Jerusalén
El primer viaje del apóstol Pablo y Bernabé produjo una crisis. Estos nuevos gentiles que aparecen con su propia fe en Cristo, ¿serán obligados a adoptar el estilo de vida judaico –ser proselitistas a un judaísmo renovado—o serán verdaderos convertidos a Cristo dentro de su propia cultura helenista?

El así llamado primer concilio en Jerusalén definió para la iglesia primitiva que los gentiles no serán prosélitos al judaísmo, sino verdaderos convertidos a la fe en Jesús. De ahí, ellos irían juzgando cuáles elementos de su cultura pueden ser rescatados y santificados, y cuáles deberían ser eliminados.

Ciertamente, hay peligros en no imponer sobre los nuevos convertidos una regla ya preestablecida de conducta, pues ¡no se sabe lo que se producirá! Pero este no es el problema que nos ocupa ahora. Más bien, llamamos la atención al peligro de atribuir a los aspectos secundarios de la conversión (prácticas culturales y sociales) el mismo valor que reviste la esencia misma de una auténtica conversión: arrepentimiento, fe y un cambio de dirección en la vida, y terminar declarando que los que no siguen “nuestras” prácticas o estilo de vida ¡no se han convertido! Si obramos de esta forma, estamos logrando una especie de proselitismo, cuando lo que realmente queremos lograr son auténticas conversiones a Cristo Jesús y a su estilo de vida moral y espiritual. Dicho de otra forma, cristianos de una cultura en África no pueden dictar normas de conducta social sobre otras tribus, menos sobre otras naciones asiáticas u occidentales, donde enviarían sus misioneros.

Conclusión
Lo expuesto arriba nos conduce a considerar un hecho muy sentido entre nosotros: ¿Por qué un porcentaje tan visible de nuestros “convertidos” terminan abandonándonos, volviendo a su vieja vida, o pasando a unirse con otros grupos cristianos, o aún a sectas?

Obra en mi poder algunas estadísticas acerca de tendencias numéricas de grupos cristianos en diferentes países: En una denominación robusta en América Central, por ejemplo, se informa que de entre los bautizados un 30% ya no asiste más, mientras el 50% asiste sólo ocasionalmente. Según otro estudio realizado en México, el 68% de los bautizados entre 1980 y 1990 abandonaron la fe. En Guatemala, donde crece constantemente el evangelio, el porcentaje global del número de convertidos nunca aumenta, dando a entender que al entrar por la puerta delantera cierta cantidad de personas, por atrás sale más o menos la misma cantidad.

Al margen podemos recordar que la Iglesia Católica en la América latina ha perdido millones de feligreses que han pasado a las filas evangélicas y especialmente a los grupos pentecostales y neo pentecostales, como también a sectas como los Testigos de Jehová, los Mormones y grupos orientalistas y espiritistas. Opinamos que los que se fueron de la iglesia católica no se habían convertido al catolicismo, sino estaban allí por tradición. Del mismo modo, los de ellos que han pasado a las filas evangélicas, ¿cuántos se han convertido a Cristo, o son meramente prosélitos en nuestro medio, y por eso –en parte- se nos van? Estos comentarios no son para criticar, sino para hacernos reflexionar.

Viene al caso escuchar el testimonio del apóstol Pablo, cuando les recordó a los tesalonicenses su experiencia entre ellos:

Hermanos amados de Dios, sabemos que él los ha escogido, porque nuestro evangelio les llegó no sólo con palabras sino también con poder, es decir, con el Espíritu Santo y con profunda convicción. …se convirtieron a Dios dejando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero.

Ciertamente sabemos que la transformación de la persona es una tarea del Espíritu Santo, mas Dios añada sabiduría a su pueblo para colaborar con Él en el proceso de una auténtica conversión.