Después de nuestra conversión en el año 1985, comenzamos a trabajar de lleno en la iglesia de Comunidad Cristiana de Residencial América, Córdoba. Al año ya estábamos como obreros en la misma, y dentro de un tiempo más yo era uno de los tres pastores de la congregación.
Residíamos muy cerca de la iglesia, donde estábamos relativamente cómodos, casi pensando en dedicarnos tiempo completo a la obra pastoral. Teníamos un negocio de perfumería y tienda. y mi esposa atendía la peluquería instalada allí.
Un día uno de los pastores, Pablo Crucianelli, vino a comunicarme que había llegado un llamado para que alguien sirviera en un Hogar de Niños en el norte del país. Nos tomó de sorpresa la noticia de tal forma que ¡casi nos caímos de espalda! Nos dedicamos, en primer lugar, a orar. En una ocasión, orando, sentimos casi como si fuera una voz audible: “Los necesito allí”. No dudamos ni un instante, y desde ese momento en nuestro hogar y en nuestra congregación nos dedicamos a orar y ayunar para que Dios mostrara claramente su voluntad para con nosotros.
Personalmente sabía que Dios podía sacarme a cualquier lado, porque estaba dispuesto, pero mi esposa era más renuente a ello. Tanto quería su barrio, su congregación, los hermanos y aún lo que hacíamos secularmente, que parecía muy difícil y remota la idea de hacer cambios que no estaban en nuestros planes. Anita siempre me había dicho que si Dios me llamaba a mí, ella me hacía la valija pero ¡se quedaba en Córdoba con los hijos, ya que de la ciudad no la sacaban de ninguna manera!
Nos invitaron a hacer un viaje al lugar del Hogar de Niños por ver cómo sería. Al llegar, increíblemente, a mi esposa le encantó. Al volver a Córdoba ella hablaba con la convicción y la seguridad de que sí nosotros debíamos mudarnos al Hogar de Niños para servir al Señor.
A su vez, eran muchas las cuestiones a solucionar: mi hija adolescente (15 años) debía dejar sus queridas amigas, el colegio secundario y todo lo que ello implicaba; yo, dejar el pastorado; todos dejaríamos atrás la congregación donde nacimos, los cánticos, los familiares, el negocio, y, en cuanto a lo económico, ¿qué íbamos a hacer?
Lo maravilloso de todo esto es que el Señor, en menos de un mes, nos acomodó absolutamente todo, sin dejar ningún detalle suelto. No vendimos nada del negocio; todo lo regalamos a otros hermanos que tenían la misma profesión. De ahí, el Señor proveyó abundantemente para poder trasladarnos al Norte. Pudimos ver desde entonces su misericordia, amor y respaldo en todo lo que hemos emprendido. En especial nos hemos sentido honrados por él al ser llamados a tan digna tarea, ministerio que no merecíamos en lo más mínimo.
El Hogar es un lugar donde los niños permanecen todo el tiempo a manera de internados. Todos los casos son enviados por el Juzgados de Menores de la ciudad de Tartagal, Salta, y en su mayoría son menores con problemas de malos tratos y violaciones, orfandad, o desamparo. Hemos visto la mano del Señor manifestarse en la vida y cuerpo de estos preciosos niños. Algunos, por su edad, ya han salido del Hogar, y nos llena de gozo saber que han salido conociendo la gracia de Dios en sus vidas.
Recuerdo las palabras de un hermano querido que ya estaba como misionero de nuestra Iglesia, “Luis, el que se juega por Dios no pierde; gana”. Y verdaderamente así fue. Hemos ganado en crecimiento y conocimiento del Señor de una manera muy singular, y con las mismas palabras podríamos decir a muchos jóvenes: “Anímense a levantarse y jugarse por el Señor, que estamos seguros que ganarán” porque “Dios no es deudor de nadie”. Nosotros, de la familia Martinez, se lo podemos asegurar.
Luis y Ana Martínez